martes, septiembre 24, 2013

ACÁ

-Convengamos en que no soy quien digo ser.
Se ha inclinado apenas hacia mí, en el afán de compartir no sólo su incertidumbre existencial sino ya que estamos su halitosis.
La ruta está desierta en esta zona de montaña, empieza a caer la noche y es probable que ya no nos crucemos con otros vehículos. La gente sensata no viaje de noche por estos caminos.
Detengo el coche y le pido que se baje.
-¿Acá?
-Acá.
Baja. No le doy tiempo a cerrar la puerta, arranco y acelero a fondo. En el retrovisor se recorta su figura, empequeñeciéndose. Se lo traga la siguiente curva.
Años más tarde, en un atardecer de invierno, me llama a mi teléfono fijo.
-¿De dónde sacaste este número? Acabo de mudarme y no recuerdo habérselo dado a nadie.
Corta, sin responder. El identificador de llamadas no lo registra.
Cierro los ojos y veo al auto perderse detrás de la primera curva.
Aunque al abrirlos compruebe que estoy en mi departamento, sé que nadie vendrá a rescatarme.

La gente sensata no viaja de noche. 

jueves, septiembre 12, 2013

BALACERAS


Arranco con un fragmento de la novela que escribo en el que todos deberían estar cagándose a tiros y acaban hablando de Shakespeare y de Hegel.
Creo que me quitaré el chaleco antibalas y pediré que me calcen el de fuerza.

Para algunos -entre los que me cuento- la literatura es un oficio demoníaco.

lunes, agosto 26, 2013

MADRUGADA

Subo a una moto, en el sueño. Acelero por calles desiertas de mi eterna ciudad desconocida: Buenos Aires.
Oscuridad, madrugada –pienso mientras sueño, para no aceptar que el vacío te ha fundado de nuevo, antiquísima barraca de inmigrantes, desolado patio de bailarines canyengues, de duelistas que amenazan acuchillarse el espanto.
En la guardia del hospital me dicen que no fue nada, que van a dormirme un rato, otro sueño dentro del sueño.
El sacerdote en la cumbre de la pirámide levanta sobre mi cuerpo echado sobre el altar de los sacrificios su puñal de diamante.

Para qué abrir los ojos.

A ése que aún anda por ahí.

miércoles, agosto 07, 2013

PERROS

Una soledad desbordada en alucinaciones se parece tanto a la locura.
Me pregunto qué buscamos cuando hurgamos en el abismo de los asesinos, de los maltratadores, de los que dicen amarte y te despedazan.
Qué perros salvajes escapan de sus perreras y se lanzan sobre tu breve historia, te descarnan el pecho hasta hollarte la memoria y esconden, limpios, tus resecos huesos.

Pienso en que habías escrito que era amor.

domingo, agosto 04, 2013

EL DEVORADOR DE SUEÑOS



A Mercedes Rosende y Esteban Llamosas

Machado Moreno N. era el preferido del pueblo.
Todos lo conocían y lo querían como al mejor amigo, como al padre o el hermano, como al gran amor de las vidas de esos todos.
¿Y qué tenía Machado Moreno N. para ser querido de maneras tan diversas?
Nada. A simple vista –y a vista compleja- era un tipo despreciable. Egoísta, soberbio pese a no tener un peso ni talento alguno que lo enalteceriera, violento, borracho pendenciero, castigador de mujeres, ignorante y aburrido.
¿Cómo explicar entonces tanto amor desenfrenado, tanta incongruente admiración por un zopenco descerebrado que lucía su mal aliento, su transpiración y otros olores más íntimos como a medallas ganadas en cien batallas?
No lo sé. Pero en los seis años de mi vida que desperdicié viviendo en Corzuelas tuve que soportar que todos a mi alrededor hablaran de Machado Moreno N. como de un casi dios de pueblo chico, un ser mítico al que cruzabas en la calle o jugando bochas en el club del pueblo.
Dos años después de haber abandonado Corzuelas leí en un diario provincial que una localidad serrana lloraba la irreparable pérdida de su ser más amado. De todos modos –aclaraba el cronista-, la memoria de Machado Moreno N. permanecería en la obra del escultor local, Amancio Desórdenes Locattio, que había pergeñado una impresionante estatua del inolvidable occiso.
Al día siguiente viajé de regreso a Corzuelas.
Quería ver esa estatua y conocer al artista Desórdenes Locattio, de quien no había tenido nunca noticia en mis seis años de vida en el pueblo.
Mi primera sorpresa fue comprobar, al bajar del ómnibus y tras las consabidas once horas de viaje, que el pueblo había desaparecido.
Figuraba aún en los mapas y como parada del ómnibus, pero en donde hasta que yo lo abandoné había seis cuadras de tierra con una prolija sucesión de casas con techos de tejas a un lado y otro, y una plaza y una capilla, no había nada.
Polvo y soledad. Y la estatua.
Lo que nunca había estado antes, se erguía en el centro mismo de la desaparecida plaza del borrado pueblo nominado Corzuelas.
Me acerqué, algo aprensivo.
Era un Machado Moreno N. en todo su esplendor pétreo. Cuadruplicaba en tamaño al original. Rezumaba incluso, multiplicados en relación con su tamaño, los alientos y hediondeces que lo habían caracterizado en vida.
Un hombrecillo pequeño, frágil, vestido con una túnica gris y empuñando aún cincel y martillo, se presentó como el artista Desórdenes Locattio, me dio la bienvenida a Corzuelas y me preguntó qué buscaba.
-Al pueblo- le respondí, ofuscado. -¿Qué pasó con Corzuelas?
Extendió los brazos y pareció estar midiendo mi anatomía.
-Murió- dijo, como quien habla ocasionalmente del tiempo con un desconocido: -era lógico.
-Creí que el muerto era éste- dije echando una mirada algo despectiva al nauseabundo Machado Moreno N. de piedra.
-Los devoradores de pueblos no mueren nunca- me explicó el artista: -sólo se alimentan de ellos, se comen todo, casas, habitantes, historias de vida y muerte, traiciones y hasta a veces, manjar de los manjares, lealtades.
-Bella estatua- dije, ya decidido a no contradecirlo, por lo menos hasta que llegara el ómnibus que me alejara de allí.
-Gracias- dijo el hombrecillo, inclinando levemente su cabeza, los brazos en cruz y sin soltar sus herramientas de trabajo: -soy un artista. Nada de lo perdurable me es indiferente.

sábado, julio 06, 2013

DOS BOTELLAS

Marta es una mujer joven, lo que llaman clase media baja. El eva test, tan confiable como cualquier prueba de laboratorio, le permite enterarse de lo que no quería enterarse sin ir al hospital a sacar y esperar largos turnos.
Lo busca para contarle, para que también él se entere. Una mujer vieja abre la puerta de lo que hasta hace unos días fue su casa y le dice que no está, que no ha vuelto desde entonces. ¿Qué quiere decir con “entonces”?, pregunta Marta. -Desde que se lo llevaron.
Marta pregunta quiénes, la mujer vieja no sabe, no los conoce, abrieron la puerta y él los recibió como si los conociera; le pidieron que fuera con ellos, que era cuestión de un rato, un par de horas. Pero no volvió.
-¿Policías?
O amigos, quién sabe, se abrazaron, hablaron de mujeres, de fútbol, lo que hablan los hombres, tomaron vino antes de irse.
-Esa botella-, señala, la mujer vieja, una botella vacía sobre la mesa del comedor. -¿Quiere pasar a esperarlo? A lo mejor vuelve hoy. Nunca se sabe.
Marta entra en la casa, una modesta casa de trabajadores en Valentín Alsina. Un televisor despide noticias de crímenes, huelgas y tormentas inminentes. La mujer vieja le ofrece vino.
-El mismo que tomó él antes de irse. ¿Le traigo un vaso?
Marta acepta, la mujer abre un armario y pone una botella llena al lado de la vacía.
-Bebamos- dice: -Por su regreso.

Beben despacio, sin hablar, mirando un poco a la televisión, otro poco a las dos botellas.