Le pagaron
cincuenta mil dólares para estar montado aquí, en el techo del cine frente a la
embajada, y disparar con silenciador cuando el presidente descienda del auto y
se detenga a saludar a los funcionarios de la gran empresa inversora.
Sabe
cómo hacerlo y cómo desaparecer sin dejar rastros, es un profesional, por eso
cobra en dólares –a pesar del cepo cambiario. No tiene identidad, nadie lo
conoce, las contrataciones son trianguladas mediante códigos indescifrables para
los hackers pedorros de esta colonia tercermundista.
Llega
la comitiva, baja el presidente, los de la gran empresa inversora tienden sus
diestras para ser saludados, es el momento indicado: el dedo presiona sobre la
cola del disparador, “clack”…
Nada:
silencio más allá del silenciador.
El presidente
saluda a los curiosos y entra en la embajada, chau a todos y a las cincuenta
lucas verdes.
-Qué
carajo…
Revisa
la munición.
Trucha,
claro, comprada en La Salada ,
la puta feria del Riachuelo, nada más que por evitarse el viaje a Ciudad del
Este.
Vuelve
a cargar y dispara al aire.
La paloma
que cae sobre su cabeza lo llena de plumas y de sangre.
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