Saliste del prostíbulo como
habías entrado, vacío.
Llovía y las dos monjas
pasaron corriendo a tu lado, riendo como colegialas. Te preguntaste si alguna
vez habrían estado con un hombre y no pudiste contenerte, ¡hermanas! les gritaste
antes de que la lluvia las borrara.
Se detuvieron a pocos metros,
¿sí, hijo? Y vos: ¿alguna vez cogieron, tuvieron sexo, gritaron de placer, se
desnudaron delante de un hombre?
La monja mayor –unos cincuenta
y quién sabe cuántos- iba a dar vuelta la cara pero la más joven sonrió, estoy
enamorada, dijo: ¿cómo te diste cuenta, hijo?
Vos, que le llevabas veinte
años a la monja joven, la miraste como hace un rato a la prostituta, sin nada
que ver, de qué alegrarte ni qué esperar.
La monja mayor la arrancó
como a una mala hierba y corrieron juntas hasta perderse.
Me cago en Dios –dijiste,
como ese tío asturiano que cuando bebía demasiado hablaba de la guerra.
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