¿A qué jugás?
El pibe, no más de cinco,
seis, exagerando, no entiende mi pregunta.
Ahí sentado en el umbral de
una casa que no es tuya –le digo: ¿te perdiste?
Me mira y se incorpora, toma
aire, como si fuera a dar un salto que lo excede hacia alguna orilla demasiado
lejana. Exhala, me da la espalda, apoya su mano sobre el picaporte de la puerta
de la casa y entra.
Entro tras él, pasado el
primer momento de sorpresa: es mi casa, vivo solo y nadie más que yo tiene la
llave.
Recorro la casa buscándolo,
primero con cierta displicencia, habitación por habitación, los muchos
escondites de una casa vieja. Y nada.
Pasaré el resto de ese día y
los siguientes buscándolo, recorriendo pasillos, recovecos, el altillo.
Tal vez un día, temprano en
la mañana y apenas por un rato, lo encuentre jugando en el patio.
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