De este pueblo, como de tantos otros, hay dos formas de irse: subiéndote a un ómnibus o ahorcándote. La primera
es más cómoda y sabés a dónde vas. Del destino final de la segunda no hay
noticias, sólo conjeturas.
No hace tanto tiempo, alguien
aprovechó que nos cruzamos a la salida de la panadería para contarme sus penas.
A la mañana siguiente lo encontraron en el baño público de la terminal de ómnibus, balanceándose por debajo del depósito de agua que acabó desprendiéndose
con cierto estrépito.
El agua que inmediatamente
empezó a salir a chorros del caño roto se llevó la sangre, ya desteñida, hasta
las plataformas junto a las cuales se detienen los ómnibus, llamando la atención
de los muy escasos pasajeros que suben o bajan en este pueblo.
Una ambulancia y un plomero pusieron fin a la triste experiencia de quien, apenas un día antes y frente a
la panadería, se había despedido de mí diciendo pero no todo está perdido.
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