Dice Borges que J.W.Dunne “asegura
que en la muerte aprenderemos el manejo feliz de la eternidad. Recobraremos todos
los instantes de nuestra vida y los combinaremos como nos plazca. Dios y
nuestros amigos y Shakespeare colaborarán con nosotros”.
Si hablo por mí, el
aprendizaje conjeturado por Dunne tendrá sus bemoles, a menos que de todos los
instantes de nuestra vida podamos censurar más de uno y quedarnos con muy
pocos. No imagino a la desdicha sufrida por un suicidio muy cercano formando
parte de ese juego de combinaciones. A Shakespeare puedo reemplazarlo por Cortázar;
a mis amigos, con nada.
Pero tampoco el concepto de
inmortalidad es aprehendido por Dunne, sino apenas los sucesos de cada vida,
tan pequeña y con tanta frecuencia replicándose en espejos que nos condenarían
a una repetición exhaustiva y finalmente infernal de todo lo que en vida nos
propusimos olvidar.
Con su habitual, lacónica
sabiduría –que no le sirvió sin embargo para librarse de Kodama-, dice Borges
que “ante una tesis tan espléndida, cualquier falacia cometida por el autor
resulta baladí”.
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