La poesía
es guerrillera. Ataca y se repliega.
Dante
Lobardo va colgado del camión de basura, salta en busca de las enormes bolsas,
las revolea hacia la boca insaciable del mionca cuando zás, pum, mamita, me
iluminé –grita.
El compañero
recolector lo mira como a un loco, aunque no se sorprende porque lo conoce, está
al tanto de los ataques.
-Te
dio el ataque místico- dice, resignado a lidiar con el trabajo de su compañero
poeta que está ya sentado en el umbral de un edificio de departamentos,
anotando lo que le dictan sus musas grasientas, cirujas, basureras.
-Dale,
Dante, que se nos va el camión- le advierte.
-Perá,
perá… que me falta un verso pa´la cuarteta.
El chofer
se asoma y amenaza con dejarlos de seña en ese umbral, una fila de autos se va
alargando detrás del camión, festival de bocinas, de gritos, de discusiones
entre automovilistas.
Dante
Lobardo aúlla.
-¡Yassssssssssstaaaaaaaaaaá!
Grito
de guerra, de victoria sin muertos, de placer triturado entre carcajadas
demolidas por los líquidos de una putrefacción que se vindica fundacional del
absoluto.
-Ché,
no entiendo un carajo de lo que escribiste- el compañero, que intenta descifrar
lo que Lobardo sembró en su libreta.
-Hay
que darle tiempo- desliza Lobardo, confidente, mientras el camión arranca y los
autos y las bocinas y la sirena de una ambulancia con un muerto en emergencia:
-A la poesía hay que darle tiempo, gilún. La belleza no nace de un repollo.
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