Sentado a la vereda del bar,
medio grado bajo cero, un montón de tela que parece arder, al menos es lo que
delata el humo blanco que sale por delante de la visera de una gorra. Paso a su
lado y oigo una voz familiar:
-¿No saludás más?
-¡Pucho, querido amigo! ¿Qué
carajo hacés sentado acá afuera? Te vas a congelar.
-Fumando, qué querés que
haga... Vení, sentate.
-Ni loco. Dejé el faso hace
años. Ya no moriré por él.
-Vas a morir de todos modos,
dejate de joder, aguantame un par de pitadas más y nos vamos juntos.
Eso hago. Con Pucho somos
amigos de la infancia.
-El tordo me dio dos meses,
tres, a lo sumo. No puedo esperar al verano para fumarme un faso mientras tomo
un café en este bar.
-¿Tenés cáncer, eso te dijo
el médico?
-¡Qué médico! El Tordo, el
jefe de los prestamistas de Almagro: le debo veinte lucas desde la última
partida de póker. Me dio dos meses para pagarle. "Tres, si no te encuentro
antes", me dijo.
Y antes de que me levante
mandándolo a la mierda desenfunda un Camel:
-¿Querés un faso?
Espero que el Tordo no lo haya encontrado.
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