Lo que no olvida de Tucumán es el aroma del lapacho. Por él regresa, en esta tarde de octubre. Porque sabe que está en flor, así de simple e inevitable.
No vuelve tanto por sus padres viejos ni por su novia nueva, todo se desdibuja con la distancia y el tiempo, pero los aromas, y con la fuerza de una pasión el del lapacho, lo llevan de vuelta, esta tarde, y cruza feliz desde la plaza hacia la terminal de ómnibus de Retiro.
Los pibes -no más de quince- son tres.
Uno que se le pone a la par, otro adelante y otro que camina por detrás, en medio de la multitud ciega que como él cruza la plaza. Le pide plata, el bolso, lo que lleve puesto el que camina a la par y los otros acortan la distancia para que entienda, pero él, acostumbrado a lidiar con otras fieras en los hoy lejanos montes de su provincia natal hace un movimiento, un reflejo defensivo como si todavía lo amenazara un puma desde la espesura o en la picada del cañaveral se le hubiera cruzado una cascabel.
El reloj de la plaza da sus campanadas de las siete de la tarde, siete campanadas y con la última los primeros gritos, la multitud que apenas si abre los ojos, el cuerpo exánime sobre su propia sangre que huele tanto a lapacho en esta tarde de octubre, tan lejos de Tucumán.
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