El día se hace largo. O la noche, si te toca. Interminable. Llegar, cambiarse, calzarse la ropa de fajina, los pasamontañas, salir a cazar. Miente el que dice que no hay adrenalina, que es un paseo, siempre algún loquito te puede cagar a balazos, reventar con una bomba puesta, joderte la vida si no te mata.
Pero lo que me altera son los gritos. Por eso ni me acerco a las parrillas, que se encarguen otros, los que la disfrutan. Aunque tampoco la pasan bien: a veces los chupados se les van y después los jefes los cagan a pedos. Pelotudo de mierda –les gritan-, qué hacemos ahora, imbécil.
Y tienen razón, los jefes, porque sin datos siguen jodiendo aunque se mueran, hay otros afuera, hay muchos todavía y la caza nunca acaba.
Se hace largo, el día. O la noche, da lo mismo. Y vuelvo cansado. Ni fuerza para atender a los pibes, tengo, aunque estén despiertos, déjenme tranquilo –les digo, y ella: viejo, tratalos bien, pobrecitos, te extrañan, preguntan por su padre.
Tenés razón, le digo a ella y entro en la habitación de los pibes, en puntas de pie.
No soportaría que se despierten sobresaltados, que no me reconozcan en la oscuridad, que griten.
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