domingo, junio 29, 2014

LAS PROMESAS DEL FUEGO

Hasta que cumplí seis años vivíamos en un departamento de dos ambientes mezquinos, segundo piso por escalera, a media cuadra de lo que hoy llaman Casa Amarilla, en el barrio de la Boca.
En la planta baja había un depósito de combustibles, me asomaba por la ventana del fondo y veía los barriles y los tanques, y muy a menudo el olor del querosene que se derramaba. Mis viejos discutían porque mi madre quería mudarse aunque no tuvieran dónde y el viejo nos preguntaba si nos gustaría vivir en el parque Lezama, a la intemperie. Yo quiero dormir bajo el tobogán –se anotaba mi hermano mayor, y yo rogaba que me dejaran abajo, con los tanques y las promesas del fuego.
Una mañana despertamos con las explosiones de la refinería de Dock Sur, que se había incendiado. Desde la otra ventana, la que daba a un patio interior del edificio, se veían las grúas del puerto y las lenguas de fuego que subían al cielo gris, las nubes de humo negro, la iconografía del infierno.
Nos mudamos, no sé cuánto tiempo después porque para los pibes cada día es la eternidad. Fuimos a un barrio de clase media más pretenciosa, al que hoy llaman Coghlan pero que entonces no tenía nombre propio, donde pude por fin hacer amigos, salir a la calle, jugar al fútbol y armar las fogatas de junio.
Los fines de año provocábamos -con los bulones que robábamos al ferrocarril, clorato de potasio y azufre- explosiones que hacían temblar los cimientos de las casas y el sillón hamaca de la abuela.
También y antes de la nochebuena, mientras los adultos armaban sus arbolitos, nosotros armábamos globos de papel con fuego que se elevaban con liviandad y galanura antes de incendiarse y caer siempre sobre casas de la otra cuadra, nunca de la nuestra.
Al paso del tiempo –demasiado, pero eso es apenas una sensación-, me mudé a las sierras de Córdoba, que en los inviernos muy secos suelen incendiarse. Uno de esos fuegos visitó mi vecindario y estuvimos a punto de abandonar la casa.
Días más tarde, extinguido el incendio y caminando entre piedras negras y ceniza escuché un silbido, una voz tiznada, una risa entre paréntesis, una frase lanzada al azar como el polen o los restos de un nido abandonado.

Recordé entonces Dock Sur, los tanques de combustible en la planta baja del edificio, los globos de papel en llamas bajando en picada sobre las casas de la otra cuadra y a Carmen, rubia, ojos claros, que se fue del barrio sin decir adiós ni por lo menos confesarme al oído que el desamor es un viento helado, una lluvia de lágrimas apagando las promesas del fuego.

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