Hasta que cumplí seis años
vivíamos en un departamento de dos ambientes mezquinos, segundo piso por
escalera, a media cuadra de lo que hoy llaman Casa Amarilla, en el barrio de la Boca.
En la planta baja había un
depósito de combustibles, me asomaba por la ventana del fondo y veía los
barriles y los tanques, y muy a menudo el olor del querosene que se derramaba.
Mis viejos discutían porque mi madre quería mudarse aunque no tuvieran dónde y
el viejo nos preguntaba si nos gustaría vivir en el parque Lezama, a la
intemperie. Yo quiero dormir bajo el tobogán –se anotaba mi hermano mayor, y yo
rogaba que me dejaran abajo, con los tanques y las promesas del fuego.
Una mañana despertamos con
las explosiones de la refinería de Dock Sur, que se había incendiado. Desde la
otra ventana, la que daba a un patio interior del edificio, se veían las grúas
del puerto y las lenguas de fuego que subían al cielo gris, las nubes de humo
negro, la iconografía del infierno.
Nos mudamos, no sé cuánto
tiempo después porque para los pibes cada día es la eternidad. Fuimos a un
barrio de clase media más pretenciosa, al que hoy llaman Coghlan pero que
entonces no tenía nombre propio, donde pude por fin hacer amigos, salir a la
calle, jugar al fútbol y armar las fogatas de junio.
Los fines de año provocábamos
-con los bulones que robábamos al ferrocarril, clorato de potasio y azufre-
explosiones que hacían temblar los cimientos de las casas y el sillón hamaca de
la abuela.
También y antes de la
nochebuena, mientras los adultos armaban sus arbolitos, nosotros armábamos
globos de papel con fuego que se elevaban con liviandad y galanura antes de
incendiarse y caer siempre sobre casas de la otra cuadra, nunca de la nuestra.
Al paso del tiempo
–demasiado, pero eso es apenas una sensación-, me mudé a las sierras de
Córdoba, que en los inviernos muy secos suelen incendiarse. Uno de esos fuegos
visitó mi vecindario y estuvimos a punto de abandonar la casa.
Días más tarde, extinguido el
incendio y caminando entre piedras negras y ceniza escuché un silbido, una voz
tiznada, una risa entre paréntesis, una frase lanzada al azar como el polen o
los restos de un nido abandonado.
Recordé entonces Dock Sur,
los tanques de combustible en la planta baja del edificio, los globos de papel
en llamas bajando en picada sobre las casas de la otra cuadra y a Carmen,
rubia, ojos claros, que se fue del barrio sin decir adiós ni por lo menos
confesarme al oído que el desamor es un viento helado, una lluvia de lágrimas
apagando las promesas del fuego.
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