Viajando en un bondi (bus)
interprovincial: sube una veintena de estudiantes de la secundaria. Risas,
bromas entre ellos mientras se acomodan en el bondi casi vacío. De pronto las
risas se apagan, ya no se los oye hablar. Repiquetean los sonidos de sus aparatos
electrónicos: celulares, tablets, netbooks de las que distribuye el gobierno,
"wasaps" y toda la parafernalia. Pulgares quebrados sobre los
pequeños teclados, mínimos timbrazos, percusión sobre las orejas tapadas por
auriculares, los diálogos entre los pibes se limitan a interjecciones, a gritos
sordos de un entusiasmo y una decepción que parecen pájaros encerrados en
jaulas de vidrio opaco.
Cierro los ojos y debo
dormirme porque la escena es la misma de los chicos subiendo al bondi pero
ahora ciegos, sordos, mudos, extendiendo sus brazos hacia mí, manos rígidas de
pulgares quebrados, vienen por el pasillo, tambaleantes, zombis tecnológicos de
nueva generación.
Sueño que es un alarido pero
es apenas el grito de un soñante al que, sacudiéndome el hombro, despierta el
chofer del bondi:
-Flaco, final del recorrido,
llegamos, ¿con qué te diste?
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