Al poco tiempo de haber
muerto mi viejo entré en un bar del centro de Buenos Aires, tenía una cita de
trabajo pero me sobraba tiempo.
Pedí un cortado y lo vi
llegar.
Entró como sin verme, no me
miró cuando se sentó frente a mí.
El mozo volvió con dos café
en su bandeja y por un momento temí que los dejara sobre mi mesa, pero para mi
alivio o decepción sólo dejó el mío.
-¿No tomás nada?
Ahí sí, me miró y una sonrisa
o tal vez un viento tibio vino de muy lejos.
-¿Viste que era cierto? Vos
no me creías- dijo apenas, dejó las palabras como a fichas del dominó que
jugábamos sobre una mesa parecida a la del bar.
-Tampoco ahora me
convenciste- le retruqué: -Ya ves, estás acá, mirándome.
Creo que extendió su mano,
sólo para que yo me enterara de que no estaba helada como las de los muertos.
-Quedate acá- me dijo: -Ya
vuelvo.
Se levantó despacio, en los
últimos años le costaba echar a andar su esqueleto, y salió del bar, ya sin
volver a mirarme.
Fue esa la verdadera última
vez que vi a mi viejo, en un bar al que había entrado porque me sobraba el
tiempo.
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