La literatura es a menudo un juego de espejos deformantes que acaba en una imagen que, de tan parecida a la real, esconde o enmascara su condición de absurda.
Cuando escribí “Ciudad santa” no me propuse un retrato cabal de lo que se conoce como “feria del Riachuelo”. Tenía información veraz sobre las transas y complicidades montadas en ese poco recomendable rincón costero de nuestra vanidosa Buenos Aires. Pero todo el resto es ficción que circunstancialmente pretende ser literaria.
Claro que tampoco la pavada. Hoy se pretende “lavar la cara” de la concurrida feria y veo montajes mediáticos en los que no sólo se hace profesión de fe legalista sino que hasta se proponen ofertas imbatibles en artículos del más variado uso y origen.
Si esto sigue así, impensadamente mi humilde novela habrá alcanzado esa estatura mítica que planteó Borges –el alguna vez inspector de ferias- cuando escribió aquello de que a él se le hacía cuento que empezó Buenos Aires porque la juzgaba tan antigua como el agua y el aire. Y podré escribir a manera de epígrafe: “A mí se me hace cuento que empezó la feria del Riachuelo…”
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