Lo nuestro no era
disfrazarnos.
De día, empezábamos temprano
con el agua. Víctimas, las chicas de nuestra edad, primero, las más grandes
hacia el mediodía, las mayores al caer la tarde y los adultos que venían a
reforzar el ataque.
La violencia de género era
agua, insultos de los de entonces, alguna puteada y la policía que llegaba a
restablecer el orden cuando ya Roma había caído en manos de los bárbaros.
Por la noche, murgas y alguna
excursión al corso, donde de nuevo el agua, los disfrazados, una esmirriada
reina de barrio en su carroza armada con el carro del tío vasco lechero.
De los disfrazados, me
acuerdo del Bocha que aprovechaba para vestirse de mujer, de mina sexy –diríamos
más tarde-. Y qué linda era el Bocha, que cuando creció fue bancario y padre de
tres hijos.
Pero de quien más me acuerdo
es de Carmencita, vestida de novia del rey momo, corona de rosas y falda leve,
prometiendo que seríamos novios apenas llegara el miércoles de ceniza.
A lo mejor porque el carnaval
es una cámara de interrogatorios como las de la policía, con nosotros reinventándonos
y un suicida al otro lado del espejo, mirándonos reír, es que prefiero que
pasen rápido y si es posible inadvertidos estos “cuatro días locos”, como decía
la vieja canción.
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