Morir es, en líneas
generales, inevitable.
Los demonios y los dioses
pagan precios demasiado altos por exhibirse con jactancia a lo largo de los
siglos: la devoción y el odio son eslabones de una cadena que los ata al vacío
de un insoportable presente perpetuo.
Me consuela saber que mi
muerte se anticipará a tu olvido. Que tus labios rozarán los párpados de mi
última noche, aunque insistas en creer que entre vos y yo sólo hubo lo que has
escrito en esta carta de despedida que echo al fuego y miro arder, palabra por
palabra.
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