Somos el pasado. Nuestra
sombra se extiende, mal que nos pese, con cada nuevo día y cada paso. Somos lo
que olvidamos, lo que decimos haber sido y lo que fuimos.
La noche –nuestras noches-
están llenas de espejos rotos a los que llamamos sueños. Nos miramos vagamente
en ellos, despertamos transpirados de horror cuando a la madrugada se le llama
abismo, o desperezándonos y envueltos en la tibia placenta del que espía por
las entornadas puertas del mundo.
Aún cuando prometemos, somos
el pasado. Incluso nuestros hijos son el pasado. Conscientes de nuestra
ceguera, vientos de sal nos congelan cuando volvemos la vista atrás.
El único dios posible es lo
que llamamos tiempo, la distancia entre lo que nos prometimos ser y esta alta
meseta, desolada y seca, de la incertidumbre.
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