Asistimos
hoy a cierta moda –o epidemia literaria- que consiste en “forzar los márgenes”
de la herramienta básica de nuestro oficio: la palabra. Como quien al encarar
la construcción o reparación de una máquina con una sofisticada herramienta, la
emprende a golpes contra la estructura, la pulveriza para luego intentar, con
los restos, un armado y una función diferente.
Riesgoso
oficio, el literario, que al no poner en juego otra cosa que la sobrevivencia
estética de una disciplina tan propensa a los maltratos, sigue dando batallas
aún en el campo de una presunta derrota frente a otros medios de expresión
artística. Los resultados de la moda o epidemia están a la vista y paciencia de
los lectores que se les atreven a los respectivos engendros, de los que a veces
caen en la trampa de la glorificación o en el espasmo dialéctico de una muy
inducida benevolencia con la mediocridad.
Pero
si la novela es campo fértil para tanto “agroquímico” literario, el cuento
mantiene aún la leyenda de su fortaleza estructural, de su resistencia a los
embates de cualquier pretenciosa renovación.
Esta
larga introducción tiene su por qué. Si algo no puede decirse de los cuentos de
Laura Massolo es que rompan reglas, que renueven la estructura, que hagan
temblar el saber que damos por aceptado desde siempre: un planteo vigoroso, la
crispación del orden subjetivo de los personajes, un final elocuente o inesperado.
Si
existe un horror fecundo y abrigamos aún la sospecha de que el infierno nos
acompaña desde que nos susurraron la primera promesa del paraíso, Massolo
devela la intimidad de ese secreto bien guardado. Lo hace con su escritura, con
una prosa que no se conforma con herir la carne y llegar al hueso, con una progresión
de recursos expresivos infrecuentes, sólidos, contundentes. Nos habla del
horror con rabia profunda que no desdeña la belleza ni se enmascara en ella,
que tampoco le da al lector la excusa de haber sido tomado por sorpresa. No hay
lectura ingenua de la prosa de Massolo, no es posible refugiarse en las pausas
de la escritura ni cerrar el libro como a una caja de Pandora que nos ha
permitido espiar en su interior y tan campantes.
Si
la moda o epidemia a la que me refería más arriba declama su vocación
transgresora, Massolo desembarca en nuestra vigilia sin alardes, despliega
herramientas tradicionales, esas palabras tan a menudo bastardeadas, tan
vulnerables y vulneradas, y construye su bunker, su pozo de zorro, su
trinchera, combina oraciones y puntúa con la precisión de quien sabe que es ésa
su única oportunidad, la última chance.
Su
relato “La otra piedad” arranca entonces, como “La divina Providencia” o “Y se
harán cruces”, como cartas, inducen a entrar en ellas con la experiencia de
otras epístolas, con la confianza del que pisa terreno conocido. Sin embargo,
en pocas líneas la autora da por tierra con nuestra jactanciosa seguridad,
destroza la brújula, corta el hilo de Ariadna, nos pone cara a cara con el
Minotauro.
Sabíamos
del horror, alguien nos había contado de la desventura tal vez mucho antes de
que se cruzara en nuestras vidas. Pero hubo que toparse con un texto del vigor
y la contundencia de estas cartas para empezar a aceptar que el camino es de
ida, que las claves no acabarán por revelar sino aquello que temíamos conocer.
Y lo
mismo, aunque en otro registro y como un desvío irónico, provocador, lúdico,
sucede con cuentos de la estatura de “Upa de nadie”, “La escalerita” o “El día
del conejito”, donde el dolor se transmuta en páginas de serena desesperación.
Afirmar
que la Argentina
tiene una rica tradición cuentística es casi un lugar común. Al incorporarse
por derecho y talento propio a esa tradición, Massolo confirma que sí se puede
escribir en los márgenes del mundo, en la trastienda de las madrugadas,
transitar una literatura construida con la única materia prima que ninguna
tecnología, ningún cataclismo, ninguna falsa vanguardia podrá destruir ni
arrebatarnos: la palabra.
"LA OTRA PIEDAD".
Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2005
¡Estupendo! Felicidades.
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